Hace unos días salió un número especial de la revista Science dedicado a reflexionar sobre la gran cantidad de información que de manera automática, involuntaria, consciente e inconscientemente, compartimos día a día, a través de internet, en el ordenador, desde teléfono inteligente o desde el bluetooth de un marcapasos o una bomba de insulina.
Unos somos más prolíficos a exhibirnos, otros más reservados, pero en todos los casos la información revela nuestros intereses, gustos, preocupaciones, hábitos y sueños de manera inconsciente. El problema es que esta información no sólo navega por el hiperespacio sino que es hábilmente atrapada por las redes de empresas especializadas en indagar entre las líneas de nuestras búsquedas en internet. La información pescada, se organiza y se vende, y se nos retorna convertida en anzuelos personalizados en los que podamos picar. Pero existe un problema mayor, y es que cuando esta información se refiere a nuestro yo más íntimo, y aquí me refiero ahora al DNA de cada una de nuestras células, el anzuelo puede convertirse en una bala directa a la discriminación económica, social o incluso penal. Aquí es donde compartir no se traduce en avanzar socialmente sino en retroceder.
La información en nuestro DNA, el de nuestros parientes, así como muchos otros aspectos referentes a nuestra salud, es un bien precioso para el avance de la ciencia. Así pues, ¿cómo lo hacemos para que podamos confiar la información más íntima con garantías de que no se volverá contra nosotros?
Leyendo estos artículos me he dado cuenta que la mayoría de esfuerzos se basan más en establecer una confianza de calidad que no en el poder computacional de nuevos algoritmos. Sí, la confianza establecida entre médico y paciente, entre cliente y vendedor, entre ciudadano y gobierno. Confianza garantizada por sistemas de control y sobretodo por evaluaciones públicas de los distintos protagonistas de cada caso. Hay varias iniciativas, la mayoría relacionadas con temas de biomedicina, que para defender la estrategia de la confianza toman como ejemplo las relaciones establecidas por iniciativas como Airbnb (alquiler de habitaciones y apartamentos) o UBER (compartir coche para distancias largas de viaje por Europa). En ambos casos la persona que ofrece el servicio puede ser evaluada y la persona que utiliza el servicio también. Estas dos iniciativas donde se confía la propia casa o uno se pone en manos de un conductor desconocido no profesional y un coche ajeno, funcionan básicamente por la confianza que ambas partes deciden y el consenso es que funcionan bastante bien.
Pero para tener confianza falta algo más que una valoración objetiva que diga que los protagonistas son merecedores de ella, y es la información del sistema y de todas sus posibilidades. Información referente a todos los usos que se les pueda dar a esos datos, quien si y quien no tiene derecho a usarlos o cederlos. Si esta información es fácilmente accesible desaparece la intangibilidad de las consecuencias y la generosidad aflora más fácilmente.
Un contexto donde se preserve la privacidad es básico para que se pueda compartir. En las relaciones humanas todos sabemos que si no hay sensación de privacidad no podemos abrirnos a un cierto nivel de intimidad, y sin confianza no habrá privacidad. Información transparente ayudará a establecer confianza, aumento de control promoverá confianza y reciprocidad mantendrá la confianza. Así pues, confianza y un adecuado contexto de privacidad nos llevaran a compartir con más facilidad. Todo esto debe estar además apoyado por avances que a nivel técnico lo permitan.
Y es que no hay más opción, el ser humano es un animal social, necesita establecer relaciones para poder sobrevivir. Compartir información es el eje central para el establecimiento de relaciones. Este echo no tiene sólo su base en cómo nos organizamos en sociedad, sino que tiene también una razón biológica per se. Distintos experimentos de comportamiento demostraron hace tiempo que los humanos en un ambiente de protección y confianza son capaces de dar dinero incluso para poder compartir información íntima. Experimentos posteriores han revelado la raíz biológica de estos experimentos, y es que resulta que cuando se comparte información se activan los centros cerebrales relacionados con la recompensa, los mismos que se activan con la comida o el sexo. Estamos biológicamente programados para ello. Así pues la evolución nos ha llevado a compartir información y somos la única especie que lo hace. Los primates no señalan a sus congéneres descubrimientos útiles o inútiles que hayan llevado a cabo, en cambio, un bebé de tan sólo 9 meses hace ya esfuerzos para señalar a los de su alrededor cosas que le llaman la atención.
Evitar compartir va en contra del avance de la sociedad en la era de la información y de echo va en contra de nuestro comportamiento biológico. Encontrar la manera de establecer, promover y afianzar una verdadera confianza es la clave para una generosidad que nos haga avanzar en ciencia y sociedad
Por Elena Casacuberta
Investigadora Principal
Institut de Biologia Evolutiva
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